Skip to content

About Robert Lozinski

Autor de Blog El Maestro® y editor de los contenidos. Nacido en Moldavia, república perteneciente hasta finales de los 80 del pasado siglo a la desaparecida Unión Soviética. Licenciado en Filología por la Universidad Estatal de Kishinau. Doctorado en Filología Hispánica por la Universidad de Bucarest. Profesor de español en el Liceo Bilingüe “Miguel de Cervantes Saavedra” de Bucarest. Autor del Blog “La Ruleta Chechena" donde publica artículos y relatos. Su novela, "La ruleta chechena", fue premiada con “Francisco García Pavón de Narrativa, 2008”.

por Marisol Oviaño

El gato ha cazado un pequeño murciélago. A pesar de que es un bichejo repugnante, sus quejidos lastimeros dan mucha lástima. Pero es la primera vez que mi michino caza alga de cierta envergadura, y le dejo la pieza a pesar del asco y la pena que me da. La naturaleza es cruel, me digo.

Pero no hay nada de natural en ello: mi gato caza por diversión. No tiene hambre. No tiene prisa por comerse su presa y juega con ella. No puedo evitar pensar que la clase media es ese pobre murciélago que no puede volar y se arrastra lastimeramente sobre las garras de sus alas. El gato (metáfora de los que mandan) espera a que haya avanzado un buen trecho para volver a chincharle, y así se tiran veinte minutos, en los que el murciélago no deja de llorar. En su huida, busca refugio entre la estantería de obra y la chimenea: si se muere ahí, no habrá quien lo saque. Y olerá a podrido durante mucho tiempo. De modo que me dejo de alegorías y me uno al gato y, en cuanto su víctima asoma una de las alas, cojo al bicho con la escoba y el recogedor de metal que uso para las brasas y lo echo a la terraza, para que el gato remate su tarea lejos de mí.

No tarda mucho en volver con su presa, que sigue llorando como el mamífero que es. De modo que vuelvo a coger el recogedor y la escoba, vuelvo a poner al bicho fuera del alcance del gato y lo arrojo al cielo, aun sabiendo que ya no podrá volar. Cae en picado a la calle. El gato le contempla desolado desde la terraza y me mira acusador.

- La naturaleza es cruel, gatito. Tú eres más grande que el murciélago, pero yo soy más grande que tú. Y además, comes de lo que cazo. Así que déjame escribir, que son las dos de la madrugada.

por Almudena Grandes

Hay muchas cosas buenas que salen gratis. Pasear por la mañana temprano, cuando el sol es tierno, tímido como la brisa que coquetea con las hojas de los árboles. Caminar de madrugada por calles tan llenas de gente como en los mediodías del invierno, para asombrarse de la euforia silenciosa de las parejas que se besan en los bancos, o apoyadas en los pilares de las plazas porticadas. Los que viven cerca del mar lo tienen fácil, pero también es una fiesta meter en una tartera la comida prevista para consumir en casa, despacharla sobre una manta, en la hierba de algún parque, y tumbarse después a la sombra. Asistir a los conciertos de las bandas que suelen tocar en quioscos de parques y plazas mayores los domingos por la mañana. Y frecuentar las bibliotecas públicas, mientras duren.

Hay muchas cosas buenas que salen muy baratas. Una botella de vino para beberla despacio, en casa, al atardecer y entre amigos. Un buen libro de bolsillo, que proporciona una emoción que dura más que el vino y cuesta casi lo mismo. Un cine de verano, el lugar ideal para hacer manitas. Una ración de ensaladilla rusa y dos cañas, en la terraza de un bar cualquiera, antes o después del cine de verano. Enamorarse es un milagro todavía más barato, tan caro que, sin embargo, no se puede fabricar.

El verano es el tiempo de la felicidad. Apúrenlo y no piensen en el invierno que nos espera. Porque nuestros abuelos lo tuvieron muchísimo peor que nosotros y si no hubieran vivido, si no hubieran sabido disfrutar de la vida, si no se hubieran enamorado en tiempos atroces, nosotros no estaríamos aquí. Si existe una cosa que sabemos hacer bien los españoles es ser pobres. Lo hemos sido casi siempre, pero eso no nos ha hecho más desgraciados, ni más tristes que los demás. Recuérdenlo y sean felices, porque la felicidad también es una forma de resistir.

por Juan José Millás

De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido, entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los asuntos. Jugué mucho con aquella coja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me cayó al suelo y se rompió. A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual. Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, lo coja y la copa eran muy útiles para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo; además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe. Qué vida, ¿no?

por Arturo Pérez-Reverte

Me envía la fotografía mi amigo Jorge Ginés, que la hizo el otro día en una calle de Gijón. Y al primer vistazo, la imagen no tiene nada de particular: en el Muro, frente a la playa, una señora está sentada en un poyete junto a una maleta abierta y un tenderete improvisado en el suelo, vendiendo cosas. Jorge iba caminando con su cámara en la bolsa, advirtió la escena e hizo la foto casi sin detenerse. Clic. Reflejos automáticos de buen fotógrafo. De buen cazador de imágenes, de vida, de condición humana. Luego siguió camino, reflexionando sobre la imagen. Analizando despacio lo que había fotografiado. Dándose cuenta. Y es lo que me ocurre a mí en este momento. Tengo la foto delante, impresa. Y el comentario de Jorge: «Vi en ella a mi abuela, a mi madre, a la madre de cualquier amigo».

Yo también. Así que maldita sea su estampa. Maldito sea Jorge, que de ese modo, sin que yo se lo pida -buenas dosis llevo ya en el cuerpo, con sesenta tacos de almanaque y exactamente mil artículos escritos en esta página- me inyecta tristeza y me hace compartir su desolación. Que me implica y remueve, con su puñetera foto, más de lo que en los últimos meses ha conseguido la retórica injustificable de los incompetentes, la torpeza de los estúpidos, la demagogia de los oportunistas, la contumacia de los canallas. Con sólo una cámara, unos minutos de su tiempo y el acto responsable de darla a conocer. El acto de buen fotógrafo y de ciudadano decente; de los que todavía -y me pregunto cuánto tiempo durarán esas cosas- se agita sincero y se pregunta cómo ayudar. Cómo no sentirse indiferente, al menos, ante la desgracia ajena. Sabiendo, como escribió aquel fulano inglés que hacía versos, que ningún ser humano es una isla; y que cuando las campanas doblan por alguien, lo hacen por todos. Por unos más que por otros, es cierto. Pero siempre por todos.

Claro que podría ser su madre. O la mía. En realidad, la mujer a la que Jorge fotografió es la madre, la abuela de cualquiera. De usted mismo. Tiene un aire digno, resignado y triste. Va bien vestida, su pelo es gris, viste pantalones y chaquetón, y con las manos cruzadas entre las rodillas espera, con aspecto de no albergar excesivas esperanzas, a que algún transeúnte compre algo de lo que vende. Y lo que vende es, precisamente, lo que a Jorge, y a mí que miro la foto, nos pone un nudo en la garganta: ropa de niña pequeña. De la maleta, la señora ha sacado una docena de prendas que ha expuesto sobre el poyete. Es ropa infantil muy bonita, de colores vivos, que a todas luces pertenece a la misma persona: un vestido marinero, otro de florecitas, faldas y blusas de tallas correspondientes a una niña de entre cuatro y seis o siete años. Hay armonía entre las prendas; salta a la vista que no se trata de ropa amontonada de cualquier manera, sino de un guardarropa infantil completo, ordenado. Con calidad y buen gusto. De ésos que los padres conservan para otros hijos, o las abuelas para otros nietos. O que permanecen guardados en un armario con el simple objeto de recordar la carne tibia, la risa, la vocecita, el olor a calor y fiebre del cuerpecillo dormido.

Delante de toda esa ropa, alineados al pie de las prendas expuestas, están los juguetes. Y eso quizás es lo peor. Lo más amargo de mirar. Algunos de ustedes me leen desde hace veinte años y saben que no soy un fulano con biografía de lágrimas fáciles; pero esos juguetes junto a la ropa de niña pequeña me han obligado a respirar un par de veces, hondo, y aclararme los ojos antes de apartar la vista de la foto y seguir dándole a la tecla. Casi todos son peluches, evidentemente de la misma niña que poseyó los vestidos: un conejito, un perro, una muñeca, un osito, un pato de plástico. Por su aspecto deben de tener unos veinte años. Parecen en buen estado, usados pero casi nuevos. No es difícil imaginar que en otro tiempo animaron una habitación infantil, una cama, una jovencísima vida. Que después, una abuela o una madre los guardaron con la ropa de su propietaria, que ahora tendrá veintitantos años. Y que, si dejamos tristemente libre la imaginación, quizá la niña que durmió abrazada a esos peluches esté hoy buscándose la vida en países de lenguas y climas extraños, con la maleta llena de melancolía y sueños olvidados. Lejos -no sé si felizmente o no- de esta España tan a menudo infame, que parece abonada en permanencia a la indignidad, la esclavitud, la incultura y la vileza. Y en ausencia de aquella niña en cierto modo muerta para siempre, esa madre o abuela, quizá con un marido u otros hijos en paro, sin recursos ni futuro, se ha visto obligada a vaciar el armario de la infancia y los recuerdos, el santuario de la hija o de la nieta, para meterlo todo en una maleta y salir a la calle a ofrecer, a quien quiera comprarlos, esos pobres jirones de su vida.

http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/

%d bloggers like this: