Reflexionar sin comprender demasiado y sin poder resolver nada en definitiva
(Fragmento de la novela de Ramón J. Sender "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre")
La vida de aquellas gentes desde que nacían era una especie de deslumbramiento del que no acababan de salir en todo el tiempo de su existencia. Es decir, que llegaban al día de su muerte si haber comenzado siquiera a comprender nada. Cuando nacían veían caudales inmensos de agua que tomaba distintos colores, entre los que predominaba el amarillo dorado. Veían al lado una selva poderosa y llena de misterio, con rumores siniestros durante el día y una algarabía infernal e inextricable durante la noche. El dios implacable de la vida y la muerte era visible y perceptible -volcanes lejanos que hablaban por el estruendo de sus erupciones y por los terremotos-, las tormentas diarias desde la Navidad hasta avanzado agosto con rayos y truenos, lluvias torrenciales y un sol aplastante mantenía en un estado de asombro a los hombres.
Nadie llegaba nunca a acostumbrarse y a familiarizarse con todo aquello. Los grandes placeres físicos compensaban la incomodidad del hambre ocasional o del peligro de las guerras de tribus. Y cada día la sorpresa era mayor.
Cuando no podían más sorbían por la nariz el polvo del paricá o mascaban la coca. Así conseguían una calma interior perfecta.
Llegaban a la mayor edad y morían a los treinta o cuarenta años sin haber salido de su asombro y sin ocasión para comenzar a reflexionar. Ahí estaba el peligro de los otros, de los españoles y los blancos. En la reflexión sin condiciones ni conclusiones. La vida de aquellos seres del Amazonas, con todas sus dificultades, era mejor que la vida gris y sórdida de los pobres en los países del viejo continente. La gente pobre de Europa vivía sesenta años o más abrumada por el hábito de reflexionar y de comprender demasiado sin poder resolver nada en definitiva. Y esto sucedía a veces también con los ricos.