Retrato de Gaudí (por Eduardo Mendoza, "La ciudad de los prodigios")
El viejo genio sufría, pero no en silencio; con los años el carácter se le había agriado y enrarecido: ahora vivía solo en la cripta de la Sagrada Familia, convertida provisionalmente en taller, rodeado de estatuas colosales, florones de piedra y ornamentos que no podían ser colocados en su lugar correspondiente por falta de fondos. Allí dormía sin quitarse la ropa de diario, que luego llevaba hecha un guiñapo; respiraba aquel aire impregnado de cemento y yeso. Por las mañanas hacía gimnasia sueca; luego oía misa y comulgaba, desayunaba un puñado de avellanas, un manojo de alflalfa o unas bayas y se sumergía en aquella obra anacrónica e imposible. Cuando veía que alguien acudía a visitarla, si veía acercase a un grupo de curiosos, saltaba del andamio con agilidad impropia de sus años y corría a su encuentro sombrero en mano: pedía limosna como un pordiosero para poder continuar la obra siquiera unos días más. En este sueño quemaba sus últimos días. (...) A veces tenían que sacarlo de un charco de argamasa fresca. En privado, entre amigos, no podía disimular su descorazonamiento. El progreso y yo estamos en guerra, les decía, y mucho me temo que soy el que la va a perder. Finalmente fue atropellado por un tranvía eléctrico en la cruce de la calle Bailén con la Gran Vía. De resultas de este accidente absurdo falleció en el hospital de Santa Cruz.