Hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida, que muchos de ustedes habrán practicado alguna vez: visitar lugares leídos antes en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginarias, los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron y que de algún modo siguen ahí, apenas disimulados a poco que uno se fije. Para quienes gozan de ese privilegio extraordinario, esto sitúa los lugares con bagaje histórico o literario en un contexto singular que los hace aun más atractivos. Ciudades, hoteles, calles, paisajes, cuando te acercas a ellos con lecturas previas en la cabeza, adquieren un grato carácter personal; un sabor intenso. Cambia mucho las cosas, en ese sentido, visitar Palermo habiendo leído El gatopardo, o pasear por Buenos Aires con Borges y Bioy Casares en la recámara. Tampoco es lo mismo bajar del autobús turístico en Hisarlik, Turquía, para hacerte una foto mientras el guía cuenta que allí hubo una ciudad llamada Troya, que caminar por esa llanura con viejas lecturas y traducciones en la cabeza, comprobando cómo el paso del tiempo no secó el río Escamandro, pero alejó la orilla del mar color de vino con sus cóncavas naves; sentir los gritos de guerra de hombres cubiertos de bronce -cayó, y resonaron sus armas-, o ser consciente de que tus zapatos llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.
Si eso ocurre con los libros leídos, calculen lo que ocurre cuando los escribe uno mismo. Cuando durante semanas, meses o años, pueblas determinados paisajes con tu propia imaginación. A mí me ocurre con frecuencia, pues localizo los pasajes de casi todas mis novelas en sitios reales: viajo allí, tomo fotografías y notas, leo cuanto puedo encontrar sobre el asunto. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar con maneras de cazador y el zurrón abierto; entrar en un bar, un restaurante, tomar asiento en una terraza y decidir: este sitio me sirve, lo meto en la novela. Y luego, recreándote en el placer que eso depara, imaginar a tus personajes moviéndose por el lugar, sentados donde estás, bebiendo lo que bebes, mirando lo que tú miras. Comparado con el acto de escribir, con el momento de darle a la tecla, esta fase previa es superior, mucho más excitante y mágica. Para individuos como yo -sólo soy un escritor profesional que cuenta cosas, no un artista ni un yonqui de las palabras-, lo de escribir después la novela no es más que un trámite necesario y a menudo ingrato: un acto casi burocrático que justifica que inviertas tiempo y esfuerzos previos cuando todo es aún posible. Cuando te acercas a la novela por escribir sabiendo que está por hacer y quizá esta vez consigas que sea perfecta, aunque tu instinto te diga que nunca lo será. Acercándote a cada nueva historia con la misma curiosidad y cautela con las que te acercarías a una mujer hermosa de la que te acabases de enamorar.
Volví a la Costa Azul hace unos días. Parte de mi última novela transcurre allí en 1937. Y la sensación fue extraña. Agridulce. Durante los dos últimos años me estuve moviendo por ese paisaje, primero con la expectación de una novela por escribir, y luego para trabajar en determinados pasajes a medida que la historia progresaba en mi cabeza y en la pantalla del ordenador. Vivía rodeado de cuadernos de apuntes, mapas, libros ilustrados, guías antiguas y viejas fotos que me permitieron reconstruir los lugares como el relato exigía, y mover con seguridad a mis personajes: saber lo que veían sentados en tal o cual sitio, describir la luz de un atardecer en la bahía de los Ángeles o las palmeras de Matisse vistas desde la ventana del hotel Negresco, con sus copas vencidas bajo la lluvia. Ahora he vuelto a pasear por el barrio viejo de Niza, por los pinares próximos a Antibes, junto al mar. He salido del hotel de París, en Montecarlo, y cruzado la plaza frente al Casino para sentarme en la terraza de enfrente, como hace Max Costa, el protagonista masculino de El tango de la Guardia Vieja. Y he vuelto a detenerme en el recodo de la carretera donde él y Mecha Inzunza conversan de noche, en la oscuridad, nueve años después de su primer encuentro. Todo eso me era familiar antes de escribir la novela; pero ahora lo conozco de modo muy distinto. Demasiado íntimo, tal vez. Demasiado personal. Ya no podré volver a esos lugares sin amueblarlos con mi propia historia y personajes; sin verlos de otro modo que a través de la novela que yo escribí. Y no estoy seguro de que eso sea del todo bueno. Mi imaginación se apropió de ese mundo para siempre, y ya nunca podré mirarlo con la inocencia de unos ojos libres.
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