La belleza del atardecer cautivaba nuestras miradas. En una ráfaga de viento, una mariposa extendió sus alas achacosas. Se posó en una flor cobriza en la luz exangüe. Volando con sus alas semejantes a dos piezas de terciopelo, se asomaban innumerables colores y diseños, como un bordado maestro. Gozando de las últimas rayas de sol, el ser emprende el vuelo, exponiendo de nuevo sus majestuosos movimientos, desapareciendo de nuestras vistas. Una brisa acariciaba los árboles mientras que el sol
intentaba duramente brillar a través de las nubes. A la tierra entumecida caían hojas marchitas de todos los colores. Unos árboles habían perdido ya su follaje mientras que otros se aferraban a sus últimas hojas, reminiscencias de su juventud. Salvo las matices de rojo y amarillo se notaba todavía el verde lleno de vida de antes, la magia con la que las hojas y la yerba cambiaban de color, y el paisaje se volvía irreconoscible.